La noche está llegando a su fin y las primeras luces del alba despuntan cuando las mujeres se ponen en camino hacia la tumba de Jesús. Avanzan inseguras, perdidas, con el corazón desgarrado por el dolor de la muerte que se ha llevado al Amado. Pero al llegar allí y ver el sepulcro vacío, dan marcha atrás, cambian de ruta; abandonan el sepulcro y corren a anunciar a los discípulos un nuevo camino: Jesús ha resucitado y las espera en Galilea. En la vida de estas mujeres ha sucedido la Pascua, que significa paso: de hecho, pasan del triste caminar hacia el sepulcro a la alegre carrera hacia los discípulos, para decirles no sólo que el Señor ha resucitado, sino que hay un destino al que llegar inmediatamente, Galilea. Allí está la cita con el Resucitado. El renacimiento de los discípulos, la resurrección de sus corazones pasa por Galilea. Entremos también nosotros en este viaje de los discípulos que va del sepulcro a Galilea.
Las mujeres, dice el Evangelio, "fueron a visitar el sepulcro" (Mt 28,1). Piensan que Jesús está en el lugar de la muerte y que todo ha terminado para siempre. A veces nos ocurre también a nosotros pensar que la alegría del encuentro con Jesús pertenece al pasado, mientras que en el presente conocemos sobre todo tumbas selladas: las de nuestras decepciones, las de nuestra amargura, las de nuestra desconfianza, las del "ya no hay nada que hacer", "las cosas no cambiarán nunca", "mejor vivir el día a día" porque "del mañana no hay certeza". También nosotros, si hemos sido atenazados por el dolor, agobiados por la tristeza, humillados por el pecado, amargados por algún fracaso o fastidiados por alguna preocupación, hemos experimentado el sabor amargo del cansancio y hemos visto apagarse la alegría de nuestro corazón.
A veces, simplemente hemos sentido la fatiga de seguir con nuestra vida cotidiana, cansados de arriesgarnos nosotros mismos ante el muro de goma de un mundo en el que siempre parecen prevalecer las leyes del más listo y del más fuerte. Otras veces, nos hemos sentido impotentes y desanimados ante el poder del mal, los conflictos que desgarran las relaciones, la lógica del cálculo y la indiferencia que parecen regir la sociedad, el cáncer de la corrupción -hay tanta-, la propagación de la injusticia, los vientos helados de la guerra. Y, de nuevo, tal vez nos hemos encontrado cara a cara con la muerte, porque nos ha arrebatado la dulce presencia de nuestros seres queridos o porque nos ha tocado en la enfermedad o en la calamidad, y hemos caído fácilmente presa de la desilusión y se ha secado el manantial de la esperanza. Así, por estas u otras situaciones -cada uno conoce las suyas- nuestros caminos se detienen ante las tumbas y permanecemos inmóviles llorando y lamentándonos, solos e impotentes para repetir nuestros "porqués". Esa cadena de "porqués"...
En cambio, las mujeres de Pascua no se quedan paralizadas ante un sepulcro, sino que, dice el Evangelio, "saliendo del sepulcro apresuradamente, con temor y gran alegría, corrieron a dar la noticia a sus discípulos" (v. 8). Ellos traen la noticia que cambiará la vida y la historia para siempre: ¡Cristo ha resucitado! (cf. v. 6). Y, al mismo tiempo, guardan y transmiten la recomendación del Señor, su invitación a los discípulos: que vayan a Galilea, porque allí le verán (cf. v. 7). Pero, hermanos, nos preguntamos hoy: ¿qué significa ir a Galilea? Dos cosas: por una parte, salir del recinto del cenáculo para ir a la región habitada por los gentiles (cf. Mt 4,15), salir del escondite para abrirse a la misión, escapar del miedo para caminar hacia el futuro. Y por otra parte -y esto es muy hermoso-, significa volver a los orígenes, porque fue precisamente en Galilea donde comenzó todo. Allí el Señor había encontrado y llamado por primera vez a los discípulos. Por tanto, ir a Galilea es volver a la gracia originaria, es recuperar la memoria que regenera la esperanza, la "memoria del futuro" con la que hemos sido marcados por el Resucitado.
Esto es, pues, lo que hace la Pascua del Señor: nos impulsa a seguir adelante, a salir del sentido de la derrota, a hacer rodar la piedra de los sepulcros en los que a menudo encerramos la esperanza, a mirar con confianza al futuro, porque Cristo ha resucitado y ha cambiado el rumbo de la historia; pero, para ello, la Pascua del Señor nos retrotrae a nuestro pasado de gracia, nos hace volver a Galilea, donde comenzó nuestra historia de amor con Jesús, donde fue la primera llamada. Nos pide, es decir, que revivamos aquel momento, aquella situación, aquella experiencia en la que nos encontramos con el Señor, experimentamos su amor y recibimos una mirada nueva y luminosa sobre nosotros mismos, sobre la realidad, sobre el misterio de la vida. Hermanos y hermanas, para resucitar, para recomenzar, para reanudar nuestro camino, necesitamos siempre volver a Galilea, es decir, volver no a un Jesús abstracto, ideal, sino a la memoria viva, al recuerdo concreto y palpitante de nuestro primer encuentro con Él.
Pero hoy, hermano, hermana, la fuerza de la Pascua te invita a hacer rodar los pedruscos de la decepción y la desconfianza; el Señor, experto en derribar las lápidas del pecado y del miedo, quiere iluminar tu santa memoria, tu recuerdo más hermoso, para hacer relevante aquel primer encuentro con Él. Recuerda y camina: ¡vuelve a Él, encuentra en ti la gracia de la resurrección de Dios! Vuelve a Galilea, vuelve a tu Galilea.
Hermanos, hermanas, sigamos a Jesús a Galilea, encontremosle y adorémosle allí donde nos espera a cada uno de nosotros. Revivamos la belleza de cuando, habiéndole descubierto vivo, le proclamamos Señor de nuestras vidas. Volvamos a Galilea, a la Galilea de nuestro primer amor: volvamos cada uno a nuestra Galilea, la de nuestro primer encuentro, y resucitemos a una vida nueva.