Hijo amado:
Mientras lees estas líneas, la liturgia de mi Iglesia te presenta aquel momento en que estoy clavado en la cruz, entre dos malhechores (cf. Lc 23,35-43). Muchos me miran y se burlan:
«A otros ha salvado; que se salve a sí mismo…»
No saben que, precisamente porque no me salvo a mí mismo, estoy salvándolos a todos.
Desde la cruz, también te miro a ti.
No te miro desde un trono de oro, sino desde la madera áspera, coronado de espinas y no de piedras preciosas. Mi realeza no se impone por la fuerza: se ofrece, se entrega. Yo reino no cuando domino, sino cuando me doy. Y en ese darme, pienso en todos los enfermos del cuerpo y del corazón, incluidos tú y los tuyos.
Te contemplo desde la cruz
Te veo cuando te sientes débil, limitado, confundido por el dolor físico que no comprendes, por diagnósticos que te pesan, por tratamientos que te agotan.
Te veo cuando, aun con el cuerpo sano, llevas el alma enferma: heridas antiguas que no cicatrizan, culpas que no te perdonas, pecados que te avergüenzan, miedos que te paralizan.
Desde la cruz, no te hablo como un Rey lejano, sino como alguien que ha pasado por el sufrimiento en primera persona. Mi cuerpo está atravesado de clavos, mi respiración es difícil, mi boca tiene sed. No estoy “por encima” del dolor: lo he tomado sobre mí para estar dentro de tu dolor.
Mientras los poderosos se ríen de mí, en mi corazón resuena tu propia pregunta:
“¿Dónde estás, Señor, cuando sufro así?”
Y desde la cruz te respondo:
“Estoy aquí, contigo. Tan cerca, que tu sufrimiento toca mis llagas.”
Los dos ladrones y tú
A mi lado hay dos hombres. Los dos están sufriendo, pero no viven el sufrimiento del mismo modo.
Uno me insulta y me lanza su reproche:
«¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti y a nosotros.»
Este corazón herido no confía, sólo exige. Quiere una solución rápida, no una relación. No mira mis ojos, sólo mira los clavos y espera que yo desaparezca de la cruz.
El otro reconoce su propia miseria. No niega su culpa, no maquilla su historia. Sabe que ha fallado, y sin embargo se atreve a levantar su rostro hacia mí:
«Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino.»
No pide bajarse de la cruz. No reclama un milagro espectacular. Pide algo más profundo: ser recordado por mí, entrar en mi vida, en mi Reino.
En estos dos hombres también estás tú. En tu corazón conviven esas dos voces:
– La que se rebela: “Si Dios me amara, no permitiría esto.”
– Y la que, aun en la noche, se atreve a decir: “Jesús, acuérdate de mí.”
Cada vez que tu corazón pronuncia esta última oración, aunque sea en un susurro, yo te respondo con la misma promesa que al ladrón arrepentido:
«Hoy estarás conmigo en el Paraíso.»
Quizá no cambien de golpe todas tus circunstancias externas, pero algo decisivo comienza: entras en mi compañía, y allí donde estoy Yo, comienza ya el Paraíso, incluso en medio del hospital, de la soledad, de la depresión, del fracaso.
Tu enfermedad en mis llagas
Cuando recorría los caminos de Galilea y Judea, muchos enfermos se acercaban: ciegos, cojos, leprosos, paralíticos, endemoniados, corazones rotos. Yo imponía mis manos, pronunciaba una palabra, y el cuerpo volvía a la salud. Esos milagros no fueron sólo gestos de poder; eran señales de lo que ahora sucede en la cruz.
En la cruz, mis manos ya no se extienden libres: están clavadas. Pero precisamente esas manos traspasadas siguen siendo manos que sanan. Desde ellas se derrama una gracia más profunda: no sólo curo cuerpos, sino que ofrezco salvación al hombre entero.
-
A los enfermos del cuerpo, les digo:“Tu dolor no es absurdo. Unido al mío, puede convertirse en fuente de gracia para ti y para otros. No eres sólo ‘el que sufre’, eres mi compañero de cruz, mi cireneo íntimo. Yo no te abandono en la camilla, en la cama, en el quirófano. Estoy ahí, respirando contigo, sosteniendo tu esperanza cuando la tuya se agota.”
-
A los enfermos del alma, les digo:“Tus culpas, tus caídas, tus adicciones, tus resentimientos, tu frío interior… todo eso lo he cargado yo también. No te escondas de mí. No te avergüences ante mí. Mis llagas son la puerta por la que tu miseria se convierte en misericordia. Ven a mí en la confesión, entrégame lo que te duele reconocer, y escucharás de nuevo, muy concretamente: ‘Tus pecados quedan perdonados. Levántate y anda’.”
Cómo te sigo sanando hoy
Aunque ya no camino visiblemente por tus calles, sigo tocando y sanando a través de mi Iglesia, de los sacramentos, de las personas que te rodean.
-
En la Eucaristía, te doy mi Cuerpo entregado y mi Sangre derramada. Cuando comulgas, el Rey crucificado entra en tu pobreza y comienza una lenta pero real sanación interior: sana tu visión de ti mismo, tu relación con el Padre, tu capacidad de amar.
-
En el sacramento de la Reconciliación, renuevo para ti la escena del buen ladrón. Te escucho, te perdono, te devuelvo la dignidad de hijo. No te acerques a la confesión como a un tribunal humano, sino como a un encuentro en el que te digo: “Hoy empiezas de nuevo conmigo.”
-
En la Unción de los enfermos, me inclino de modo muy especial sobre tu fragilidad física. No es un “último rito” para el que ya no tiene esperanza; es mi mano que te toca cuando más lo necesitas, para fortalecer tu fe, consolar tu corazón, y a veces, si conviene, también sanar tu cuerpo.
-
En cada gesto de cuidado y ternura, en cada médico, enfermera, familiar o amigo que se inclina sobre ti con amor, ahí estoy yo. No sólo actúo con milagros extraordinarios; también sanando a través de la ciencia, de la escucha, de la paciencia, de la compañía.
Reinar desde tu propia cruz
Hoy celebran mi fiesta como Rey. Pero quiero que entiendas bien:
Yo no te prometo un reino sin heridas, sino un Reino donde las heridas, unidas a las mías, dejan de tener la última palabra.
No te pido que niegues tu dolor ni que finjas fortaleza. Te pido que me dejes entrar en él. Que, como el buen ladrón, te atrevas a decirme en tu lenguaje sencillo:
“Jesús, acuérdate de mí. Mira mi enfermedad, mi pecado, mi historia. No tengo mucho que ofrecerte, pero te doy esto tal como es.”
Si lo haces, comenzarás a reinar conmigo:
-
Reinas cuando, aun sufriendo, eliges confiar.
-
Reinas cuando perdonas a quien te ha herido.
-
Reinas cuando, desde tu cama, ofreces tu dolor por otros, por la conversión de los pecadores, por la paz de los que viven angustiados.
-
Reinas cuando permites que yo sane tus heridas más profundas, aunque nadie más las vea.
Mi Reino no consiste en que nunca enfermes ni en que nunca llores, sino en que nunca estés solo en tu enfermedad ni en tus lágrimas.
Mi última palabra para ti hoy
Mientras la gente al pie de la cruz discute, critica o se burla, mi corazón está atento a una sola cosa: que ninguno de mis hijos se pierda. Y eso te incluye a ti, tal como estás ahora.
Déjame decirte al oído, en este día de Cristo Rey:
No temas tu fragilidad: la he tomado sobre mí.
No temas tu pecado: mi misericordia es más grande.
No temas tu futuro: ya te lo estoy preparando conmigo.
Permíteme reinar en tu vida no quitándote la cruz, sino caminando contigo bajo su peso, hasta que un día, cara a cara, escuches sin sombras lo que hoy te digo en la fe:
«Hoy estarás conmigo en el Paraíso.»
Con amor eterno,
Jesús, tu Rey crucificado y sanador

No hay comentarios:
Publicar un comentario
Gracias por tu comentario.
Un saludo.
Julio Roldán